Sanaicar y los niños y niñas perdidos en el Darién
Sanaicar es una de los 100 niñas y niños que UNICEF acogió en La Casita, un proyecto en alianza con Aldeas SOS para recibir a bebés, niños, niñas y adolescentes que llegan sin sus padres a Panamá tras cruzar la selva que hace de frontera con Colombia.

Arrodillada en el piso del portal de una casa típica del interior panameño —techo a dos aguas, parque, paredes de colores de fiesta— en el centro de un pueblo de frontera, una niña de cinco años llamada Sanaicar intenta consolar a uno de tres, Franky, que llora con la fuerza de un jaguar.
—No llores —le dice Sanaicar a Franky—. Tu mamá ya va a venir a buscarte.
El lugar es apodado ‘La Casita’ y está en Metetí, la población de referencia de Darién donde también se ubican dos de las tres Estaciones de Recepción Migratoria (ERM) acondicionadas para recibir con agua potable, médicos, medicamentos y asistencia humanitaria a los miles de migrantes que llegan a Panamá tras cruzar una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo: el Tapón del Darién, una selva densa atestada de animales salvajes, grupos criminales y ríos tormentosos que une Colombia con Panamá.
Es la mañana de un miércoles de octubre y, además de Sanaicar y Franky, en La Casita hay tres niñas y un niño más, una adolescente, un bebé y tres cuidadoras que les alimentan, bañan y acompañan hasta que lleguen sus padres o madres, que aún no salieron de la selva.
Como ellos, cientos de miles de niños, niñas y adolescentes cruzan a pie la trocha donde no hay caminos ni ley. A pesar de los riesgos, en los últimos cuatro años la cantidad de migrantes se ha multiplicado por 15. En el 2021 el flujo alcanzó el máximo histórico: UNICEF alertó en octubre que cerca de 19.000 niños y niñas llegaron a Panamá a través de la jungla este año. Es cerca de tres veces más que la cifra registrada durante los cinco años anteriores combinados.
Hay quienes no lo logran porque mueren en el camino. Quienes sí lo consiguen, son sobrevivientes que arrastran un estado de salud frágil, un estado físico de vulnerabilidad pasmosa y traumas por lo visto y vivido. Más de 150 niños y niñas llegaron sin sus padres durante el 2021, como Sanaicar, Franky y los demás que esperan en La Casita. La mayoría, también como ellos, son hijos de haitianos cuyos padres enfermaron o sufrieron alguna lesión o imposibilidad que les impidió continuar cargando a los niños. Así que continúan el trayecto al cuidado de alguien más.
La primera parada al salir de la selva es una de las tres ERM donde las autoridades locales reciben a los niños y niñas no acompañados, en soledad y con un desamparo que duele. Antes aguardaban por los mayores en el cuartel del Servicio Nacional de Frontera (Senafront), con menores de edad en conflicto con la ley. Desde julio de 2021, vienen a La Casita: un lugar que es hogar momentáneo para las niñas como Sanaicar y los niños como Franky.

"La Casita es un espacio de protección, en el cual los niños y las niñas pueden ser ubicados temporalmente y recibir alimentación, atención en salud, el cuidado de una madre cuidadora, para que puedan esperar a sus padres entre tanto ellos salen de la selva", dice Diana Romero, Especialista de Emergencias de UNICEF en Panamá. Romero explica que UNICEF viene abogando desde hace dos años para que Darién cuente con medidas de protección en cuidado infantil, especialmente para la niñez migrante: tener un lugar donde ubicarlos, que puedan ser recibidos en caso de que en la selva se separen de sus padres. El año pasado hicieron una alianza con Aldeas SOS y articulaciones con instituciones gubernamentales de Panamá para contar con La Casita, que abrió en julio de 2021.
"Nosotros les damos todo el cuidado y la protección para que estén en un espacio seguro, tranquilo, que tenga todo lo que necesitan", dice Sheyla Reyes, coordinadora del proyecto. Lo que buscan, en definitiva, es eso: dar protección, un trato amable, familiar y cuidados, para que puedan ser niños y niñas tras la experiencia de espanto que es el cruce de la selva.
Eso hace Sanaicar esta mañana de octubre, la niña de solo cinco años pero con espíritu de adulta avezada en consolar niños tristes que extrañan a su mamá: juega, aunque alejada de los animales de juguete que le meten miedo como los de verdad con los que se topó en la selva. En la familia de Sanaicar hay experiencia en eso de dejar atrás afectos: su mamá dejó el país devastado que era Haití hace seis años para buscar futuro en Chile, donde nació Sanaicar. El futuro que buscaba nunca llegó, así que dejó el sur en dirección hacia el norte con sus hijas de cinco y dos años.
Pero Sanaicar llegó sola a este lado de Darién y vino a La Casita, donde ahora dice:
—A mí me gusta jugar al fútbol.
El aire es suave, de verano, y en La Casita el clima es de fin de semana con amigos. "Sanaicar es una líder nata", dice Arisela Góndola, la psicóloga que atiende a chicos que llegan a La Casita. No es lo usual, agrega Arisela: "En general a nivel físico y emocional llegan muy mal al salir de la selva. Ven personas muertas en el trayecto, los separaron de sus padres y siempre traen la piel picada, los pies con hongos, algunas laceraciones, resfriados con una tos horrible y problemas estomacales. Aquí se recuperan mientras esperan".
Sanaicar ya no tiene marcas visibles. Con ella juegan dos más que hablan su mismo idioma porque son hijos de padres haitianos aunque nacieron en Brasil: Franky y Nelsaisha, una niña tímida de cuatro años. En unas horas, los tres se encontrarán con sus familias pero ahora no lo saben y Sanaicar corre como si no hubiera mañana detrás de una pelota que alcanza con la facilidad de una jugadora profesional y que sólo abandona para decir, con la certeza que da la esperanza:
—Mi mejor amiga es mi hermana, que ahora está con mi mamá más allá pero hoy día llega.

Pocas horas después de ese momento, Sanaicar finalmente se encontró su mamá Sabina, igual que Franky y Nelsaisha, en una escena conmovedora.
Al medio día, las madres y padres llegaron desesperadas a la ERM preguntando por sus hijos. La coordinadora de terreno de UNICEF en Darién le preguntó sus nombres y, tras localizarlos, les dijo que se quedaran tranquilas, que sus hijos estaban bien cuidados en La Casita y que los llevarían en poco tiempo con ellos. Pasadas las dos de la tarde del miércoles de octubre, tras días separados, ocurrió: Sanaicar, Franky y Nelsaisha corrieron a abrazar a sus madres y familias en un rincón de la ERM San Vicente d e Darién.

A Nelsaisha se le iluminó el rostro. Corrió, abrazó a su mamá y comenzó a hablar sin parar, abandonando la timidez que había mantenido hasta minutos antes.
"Estaba muy preocupada por ella... No sabía si estaba bien, nada", dijo Nelda, la mamá de 27 años, emocionada y feliz tras el reencuentro.
Nelda y su esposo son haitianos que emigraron a Brasil y, después, emprendieron el camino en dirección a México buscando "tranquilidad y estabilidad". Agotada y cojeando, con los pies hinchados de picaduras, relató la experiencia atroz del cruce por el Tapón del Darién: "He visto mucha gente morir al pasar por el río, a mí me llevó la corriente y me golpeé con una piedra, ya no pude caminar bien", dijo. Antes de llegar a Colombia, fue la policía en Bolivia y Perú la que les obligó a dar dinero. En la selva, unos ladrones les robaron la plata y la comida.
Por eso, dijo: "Le pido a la gente que no venga, es muy difícil, muy difícil. Horrible".

A su lado, Franky saltaba y sonreía junto a su familia, también de haitianos que emigraron primero a Brasil y luego a Estados Unidos. Después del terremoto en Haití, en el año 2010, muchos como ellos salieron hacia Brasil y Chile. Pero los efectos económicos de las cuarentenas en esos países los hicieron retomar la andadura por todo el continente.
"Siempre tenía la idea de dejar Chile —dijo Sabina, la mamá de Sanaicar, de 32 años—. Un primo de Haití me explicó que si agarraba la ruta iba a tener mejores oportunidades, así que decidí caminar con mi primo".
En Chile, Sabina no lograba llegar a fin de mes ni conseguir trabajo estable. Tampoco tenía ayuda para el cuidado de sus dos niñas, tras el abandono del padre de ellas. Así que decidió salir. El 13 de septiembre se embarcó en un peligroso viaje de más de 7.560 kilómetros hacia Estados Unidos, con la ilusión de encontrar un trabajo y de que sus hijas puedan ir a una escuela. Llegó a Colombia casi un mes después, el 7 de octubre, y tras más de diez días de caminar, cruzó la frontera panameña..
“Chile no es malo, solamente que no alcanzaba para mantener y cuidar a las niñas", dijo Sabina. El camino fue más difícil de lo que imaginó: "Tenía que cargar a la bebé de dos años para cruzar un río y a Sanaicar no podía cargarla también, así que esperé y cuando ví una pareja sin hijos, les pedí ayuda con ella. El hombre me dijo que sí, la cruzó pero yo iba más lento y nos desencontramos".
Tras unos días separadas, finalmente se encontraron. Sanaicar esperó a su mamá y a su hermana, que también es su mejor amiga, con la compañía amorosa de las cuidadoras y otros niños en La Casita. Antes de subir a un bus para continuar su trayecto migrante, miró a Franky, que ya no lloraba, y le dijo:
—¿Viste que tu mamá sí iba a llegar?
UNICEF provee en Darién servicios de acceso a agua potable, higiene y saneamiento, capacitaciones y entrega de kits de higiene menstrual, salud materno infantil, protección contra todas las formas de violencia y acompañamiento psicosocial, con actividades recreativas y de desarrollo infantil en los Espacios Amigables desde de hace 3 años gracias a los fondos del Gobierno de los Estados Unidos. La Unión Europea se ha unido a este esfuerzo recientemente.