Los niños refugiados rohingyas se enfrentan a un futuro incierto
Un año después de su éxodo masivo desde Myanmar, los niños rohingyas de Bandgladesh siguen en peligro.

Hace un año, la violencia que se desató en Myanmar obligó a cientos de miles de rohingyas (un 60% de ellos, niños) a cruzar la frontera para llegar a la vecina Bangladesh. Privados de sus derechos desde hace tiempo en su tierra natal y privados ahora de sus hogares y sus escuelas, los niños refugiados rohingyas están en peligro de convertirse en una “generación perdida”. En los abarrotados y rudimentarios campamentos para refugiados del distrito de Cox’s Bazar, donde la mayoría de ellos han encontrado refugio, los niños tienen pocas oportunidades de aprender y desconocen cuándo podrán regresar a casa. En 2018, el futuro de más de 500.000 niños refugiados de Bangladesh pende de un hilo.

Hussein Johar, un refugiado rohingya de 10 años, trabaja a tiempo completo en el campamento de Unchiprang, en Cox’s Bazar, arreglando paraguas y zapatos para ayudar a su familia a salir adelante. Ha tenido que abandonar los estudios. “No puedo ir a la escuela porque necesitamos el dinero que gano para cubrir los gastos de la familia”, explica. Más de 500.000 niños refugiados rohingyas de Bangladesh están viendo cómo les arrebatan la oportunidad de recibir una educación adecuada.

Esta niña rohingya, también del campamento de Unchiprang, pasa parte del día caminando con dificultad por el barro en busca de ayuda. El gobierno de Bangladesh ha dirigido una labor internacional masiva de socorro para establecer servicios básicos para los refugiados; sin embargo, aún quedan grandes lagunas. Muchos niños siguen sin ir a la escuela, a menudo porque tienen que contribuir a las tareas del hogar o trabajar.

Las condiciones de vida de los campamentos de Cox’s Bazar no solo son difíciles: a veces son peligrosas. Santara, de ocho años, en el campamento de Buluankhuli, se baña al pie de una montaña en la que hay peligro de aludes de lodo. “Mi casa y mis hijos viven al pie del peligro”, aseguraba el padre de Santara, Salamat Ullah. Un centro de aprendizaje establecido por UNICEF en el campamento ya se ha inundado, y la mezquita contigua también está en malas condiciones.

Para Mohamed Faisal, de 13 años (a la derecha), que vive en el campamento para refugiados de Chakmarkul, recibir educación es mucho más importante que obtener una prótesis para sustituir el brazo que perdió mientras trataba de escapar de Myanmar el año pasado. Una bala alcanzó su brazo izquierdo cuando atacaron su pueblo. La falta de escuelas es una queja frecuente en el campamento, especialmente entre adolescentes. “Veo escuelas para niños más jóvenes, pero no hay nada para niños como yo”, asegura Mohamed.

Es urgentemente necesario invertir en educación para evitar que los niños rohingyas se conviertan en una “generación perdida”. Ante la escasez de oportunidades de aprendizaje y la incertidumbre sobre cuándo podrán regresar a sus casas, se enfrentan a un futuro sombrío. Las niñas y los adolescentes corren más riesgo de exclusión. Una niña está de pie en una cornisa empedrada desde la que se ven los refugios del extenso campamento para refugiados de Hakimpara, que acoge a unas 30.480 personas.

Un niño rohingya carga una caña de bambú en el asentamiento para refugiados de Buluankhuli, en Cox’s Bazar. La espera en la fila para obtener bambú, que los refugiados utilizan para reforzar sus refugios provisionales, puede durar varias horas, y les quita a los niños un tiempo muy valioso en el que podrían estar estudiando.

Con la mochila de UNICEF a la espalda, un niño está en lo alto de una escalinata que hay en la cresta donde se encuentra la transitada intersección entre los campamentos de refugiados de Jomtoli y Hakimpara. A fin de proteger mejor a los niños rohingyas y mantener vivas sus esperanzas de un futuro mejor, es necesario llevar a cabo medidas coordinadas para conformar una nueva base para los derechos y las oportunidades de los niños rohingyas a largo plazo. Si invertimos cuanto antes en educación, podremos brindar a los niños una sensación de estabilidad y esperanza.